CARLOS CLAUSELL, PIEDRAS
Norte, Sur, Este y Oeste: las pinceladas. En cada toque de color se reúnen todos los lugares, los paisajes, las montañas, las piedras y las direcciones grabadas en la brújula de la creación. Los puntos cardinales son los signos de los viajes que ha realizado el pintor Carlos Clausell y que, concretamente, pone en un curso estético. Este ir y venir subjetivo, en donde el escenario puede ser cualquier lugar es uno solo: el yo interno del artista. Clausell está buscando algo, pues quien se desplaza siempre lo hace, y quien no, es un muerto en vida. Uno puede ir al encuentro con las llaves extraviadas o afrontando con determinación la tormenta esencial, la que transforma todo con ese filtro líquido a través del cual se percibe la importancia de una forma y su hueso que le brinda armazón y soporte. No obstante, moverse para recuperar un objeto perdido es a la par significativo, ya que finalmente se ubica un asidero, que también es un autorretrato que solo nosotros conocemos: mis llaves son mi propia alma. Sin embargo, este aliento primigenio puede ser cualquier asunto que nos dé seguridad, una piedra, por ejemplo, la cual también puede ser cosas disímbolas como una llave o una tormenta, como ya veremos.
Cada una de las pinturas que estamos admirando en esta muestra tienen esa carga y son el escenario de un recuerdo; es por eso que en las obras de Carlos hay algo de imagen instantánea, ya que las estructura para plasmar en ellas los puntos suspensivos de un momento preciso, los cuales se sostienen en lo visual como también se pretende con la impresión fotográfica.
La palabra “viaje” proviene del latín “viaticum”, e implica todo aquello que se requiere para emprender el camino. Pero en ese periplo no debemos pensar solamente en lo material, sino –y sobre todo- en lo emocional, ya que quien emprende un viaje se libera, aunque también hay viajes donde uno se pierde, huye o enloquece; es partir del día a día, de la casa, del lugar de trabajo, incluso de todo aquello que se conoce para transformarse en otro, que se inicia esa Odisea personal e íntima para después retornar, como Ulises, a nuestra isla rocosa y árida. Las obras que nos está presentando Clausell en esta exposición son los fetiches que ha realizado hablando de su éxodo, de su desplazamiento interno. En la religión católica la palabra “viático” tiene una fuerza tremenda, ya que constituye la última comunión que se le ofrece al moribundo; de ahí que cuando un familiar migra hacia una vida trascendente, la parentela pena y zozobra por su partida.
Las cosas -y sobre todo las ideas- conllevan un fantasma, un recuerdo, una luz propia y, desde luego, una sombra. Las piedras cosifican esto mediante culturas que ha creado el ser humano durante milenos. Todas las obras de arte, sacras o paganas, utilitarias o suntuarias, que ha concebido la humanidad son, por consecuencia, impresionistas. La palabra “impresión”, del latín “impressio”, connota la acción de poner letras sobre el papel, de ahí que cualquier cosa natural que intervenga el hombre para crear otra sea una impresión de la naturaleza; los griegos le llamaron mímesis, las culturas africanas ashé y los mexicas tona.
Lo que consideramos materia artística surgió hace 40 mil años en el continente africano con las famosas Venus paleolíticas de Willendorf y Lespugue; sin embrago, el cuerpo más venerado en ese tiempo eran las piedras en su estado natural. No sabemos cómo los cantos pasaron a formar parte fundamental de la mítica del hombre, pero en esa era -el paleolítico superior- los guijarros, por medio de la hierofonía, se convirtieron en objetos sagrados, en amuletos que contenían las fuerzas de la tierra y significaban al dios mismo, no su representación, sino él petrificado. De tal suerte que una roca que había sido recolectada en el cauce de un río contiene la tormenta, y otra elegida en el camino polvoriento abre todas las sendas, pues es la llave del universo. En los cuadros de Carlos Clausell -estas piedras visuales- encontramos las representaciones de una Venus negra, de un paisaje con maguey -y su diosa Mayahuel- y de un caballo en movimiento; dichas obras describen grandes sucesos que nos traen al presente esos guijarros de hace 40 mil años.
Asignarle un nombre a una serie de impresiones las reúne bajo un mismo signo, lo cual será definitivo en el curso de su existencia. Las obras de arte también emprenden un trayecto, y el marcarlas bajo el código de “Piedras” las sella de manera contundente. Los hombres, dentro de su ritualidad, tienen una ceremonia importante: colocar la primera piedra; con eso se asume una serie de circunstancias dentro de las cuales se proyecta y entiende desde lo primigenio una madurez constructiva que dará como fruto una obra importante perfectamente estructurada. Creo que esta muestra tiene ese significado, Carlos Clausell ha encontrado un lenguaje valioso y trascendente que habla en sus piedras/cuadros y, con esto, está edificando esta gran muestra pictórica.
Juan Rafael Coronel Rivera
FIGURACIONES DE UNA TIERRA IMAGINARIA
Maldecida por contar con las más altas bendiciones del planeta, la geografía fantástica colombiana se enriquece por el concurso los elementos del desastre: una materialidad compuesta por los detritos y derrelictos, por los ríos, las costas y los volcanes; por la potencia, el fango y la sangre: por verdor de la selva y el fulgor de la violencia (lenguajes que hablan una lengua más añeja que la nuestra).
Espacio mitificado por el clima y sobre todo sus poetas -pienso en Aurelio Arturo cuando escribe “por los bellos países donde el verde es de todos los colores/
los vientos que cantaron por los países de Colombia” pero también en Álvaro Mutis, que sostuvo “hay también las conquistas de calurosas regiones, donde los insectos vigilan la/ copulación de los guardianes del sembrado/que pierden la voz entre los cañaduzales” – todo en esa tierra encantada está vibrando, como un animal fantástico que se relame las heridas.
Ubicados en la vertiente norte de la Sierra Nevada de Santa Marta, los Kogi son un pueblo amerindio emplazado en una geografía montañola litoraleña, que resume los climas del mundo porque posee los pisos térmicos que van desde las playas cálidas del Caribe hasta los glaciares que aún existen en la cumbre. Y es justo en ese recorrido donde Santiago Lourido instaura el registro su viaje, impregnando con las entrañas del ecosistema las telas sobre las que habrá de plasmar los materiales del entorno, detritos compuestos por barro, plantas y elementos prodigiosos: la obra de Santiago es el testimonio sin par de una cópula cósmica entre lo que de entrañable posee la tierra y la capacidad del hombre, que en su realización más plena es quien escucha, porque interpretar es (re)aprender a sentir.
Mortajas de micromundos que suceden en una dimensión donde el tiempo es relativo -su búsqueda es radical porque parte de la raíz: el corazón de la tierra de donde todo brota, germina y se esparce- sus composiciones están animadas por la luz que anega la vida, donde destaca como un relámpago potencia de la naturaleza, alimentada por la materia orgánica que, a patir del emborranamiento, erige insólitos diseños, abstractos, obligando a pensar tiempos remotos, aquellos de la especie al amparo de la aurora y los asombros: el instante de la creación primera, cuando mirar apenas era ya distinguir todos los contornos del mundo.
Especie de lenguaje pre semiótico -donde las relaciones entre las piedras, animales y los árboles, el viento, las estrellas y la luz parecen obedecer una invisible partitura- las piezas de esta exhibición son las figuraciones no sólo de la tierra que miramos, sino de la que permanece oculta y latente en su más íntima entraña.
Rafael Toriz